En este ensayo, Pedro Lastra, poeta y académico, reflexiona sobre las razones para escribir un libro.
El enunciado escribir un libro
parece una apelación a la experiencia del autor que, en un aspecto u otro, somos todos
nosotros. Imaginé, pues, que una reflexión sobre el acto de escribir, sustentada en los
trabajos que para cada quien han culminado en un libro, podría ser una respuesta posible y
tal vez animadora para un diálogo. Recordé incluso unos versos de Antonin Artaud, que mucho
me impresionaron hace años y a los que siempre vuelvo: "Sé que cuando quise escribir /
equivoqué las palabras / y eso es todo. /... / Yo, poeta, oigo voces que no vienen del mundo
de las ideas / porque allí donde estoy no hay nada en que pensar". ¿Por qué recordé esos
versos? Tal vez porque los sentí como la formulación de una desesperada poética, aunque
desde luego no todas las formulaciones poéticas tienen ese signo, ni mucho menos, ya que la
reflexión sobre la literatura dentro de la literatura es una manifestación tan variada como
constante en este quehacer. Pero casi enseguida se me hizo notoria la insuficiencia de un
acercamiento de esa naturaleza. No se trataba, sin duda, de poéticas antiguas ni modernas,
porque una reflexión semejante no daría cuenta sino de una parte del entramado que estaba
vislumbrando: escribir un libro... ¿Desde dónde asumir el desafío de esa reflexión?
Hay, desde luego, toda una historia que considerar, y es una larguísima historia que implica
referir, como lo hizo Manuel García Pelayo en un notable trabajo titulado Las culturas
del libro, a las condiciones del nacimiento de esa cultura, cuya primera fase fue el
paso de la literatura oral a la literatura escrita; el paso, no la sustitución de la una por
la otra, unido, como señala este estudioso, al "convencimiento de que la escritura fija y
precisa lo establecido".
La historia de ese proceso ha sido descrita
y comentada muchas veces, desde ese punto de apoyo que es la transformación "del puro
pensamiento mítico en logos" (García Pelayo), y cuya condición es también la unidad en la
creencia en la salvación por el conocimiento y la convicción de que éste se encuentra
definitiva y plenamente en un LIBRO: revelación de algo nuevo o "sello de revelaciones ya
existentes". De ahí el imperio que hasta nuestro tiempo se manifiesta en su prestigio y en
el del letrado. Pues el hecho de que tanto se ha debido y debemos todos al libro acrecentó
ese prestigio.
En este
punto se hace patente la extrema complejidad del asunto: al decir que todos debemos tanto al
libro uno advierte que esa deuda es extraordinariamente vasta y, más que vasta, inabarcable.
Escribir un libro es, pues, muchas cosas. Sin pretender dar un giro ingenioso a esta grave
cuestión, esa imaginada totalidad de cuanto se ha escrito en todos los órdenes y direcciones
del interés humano se ofrece como una especie de ALEPH borgiano: todo ha estado y todo
seguirá residiendo en él, sin que en esto tengan particular relevancia las múltiples
transformaciones ocurridas en los modos y técnicas de su producción, desde la lenta
escritura de los manuscritos y grabados en pergaminos hasta el vertiginoso desarrollo
electrónico actual.
De
ese proceso vivido por "las gentes del libro" todos somos herederos, comprobación que
suscita cuestiones como ésta:
Escribir un libro es una posibilidad para
todos; y ya que esto es así, lo primero es preguntarse qué decir de tal posibilidad. Por muy
distintas que sean las tareas y las finalidades de quien es el que escribe, la indagación
insoslayable es por lo que une a los distintos productores de obras escritas, en los órdenes
diversos del saber, del pensamiento, o del general quehacer humano.
Creo que las respuestas empiezan por el
reconocimiento de un afán de comunicación y permanencia: fijación, voluntad participativa en
determinados saberes o valoración de la experiencia acumulada por el individuo o su
comunidad. Pero esta es solo una parte de la cuestión; porque también los une, según creo,
una motivación de profundos y a menudo secretos alcances y que George Steiner ha señalado
famosamente como "el duro deseo de durar": la necesidad de dejar una señal del paso por la
vida, de hacer visible lo que la fugacidad del existir puede anular del
todo.
Creo que esa
motivación profunda está en relación causal con un hecho que en algún momento me ha parecido
entender como una respuesta a la conciencia de lo exiliar, que nunca dejó de ser sentido
como una circunstancia axial del existir. Lo dijo el Rabí Yehudah ben Bezalel Liva en el
siglo XVI ("el exilio no es más que la condición humana llevada al extremo") y en el siglo
XX María Zambrano: "Pocas situaciones hay como la del exilio para que se presenten como en
un rito iniciático las pruebas de la condición humana".
Diré que esas ideas han generado en mí la
convicción de que en un sentido u otro esa vivencia de lo exiliar promueve a su vez una
vivencia de descolocación y lejanía, una suerte de figuración de distancias que uno puede
ver traslucirse o vislumbrarse en toda escritura. Y cuando digo toda escritura quiero decir
exactamente esto, porque es el acto de escribir un libro el que veo fundado en esa
motivación. Quisiera ilustrar esta idea con el breve relato de una lejana
experiencia:
Uno de los
primeros autores que conocí fue un viejo maestro que tuve en la Escuela Normal en la que
estudié, y quien tenía a su cargo la asignatura de trabajos o artes manuales. Se decía que
había escrito un libro y esto, que si se hubiera tratado de alguna obra de ficción, de
poesía o de expresión testimonial no habría sido nada sorprendente, me llamó la atención
porque era un extenso volumen sobre Efemérides chilenas, del cual este maestro
nunca nos habló y que descubrí azarosamente en una biblioteca. Era un libro que le habría
requerido sin duda un largo y detenido esfuerzo, en una época en la que semejante tarea
tenía mucho de labor manual. Al ver ese volumen sentí aumentar mi respeto y mi admiración
por ese hombre eficiente en lo que hacía como maestro, pero que además había escrito un
libro tan alejado de su especialidad; debo haberme preguntado si al dedicarse a esa acuciosa
búsqueda y recopilación de datos compensaba alguna frustración vocacional, y años después
urdí el modo de preguntárselo: no, no era eso: también había escrito libros técnicos, pero
ordenar esas Efemérides le había parecido una buena tarea de "utilidad pública". Sin duda lo
sentía así; pero hoy yo me inclino a leer ese sentimiento como una voluntad de arraigo, una
necesidad de testimoniar su "haber estado allí" con algo concreto que lo sobreviviría. No
creo estar yendo demasiado lejos con un ejemplo de esta naturaleza, pues me parece no poco
ilustrativo para esa pregunta ya insinuada: ¿qué mueve a alguien a escribir, a veces sobre
asuntos distanciados de especialidades en las que han sobresalido por su solvencia
profesional? ¿No será esta una respuesta a esa secreta necesidad de permanencia, de rechazo
a la invisibilidad que nos amenaza; de afirmación, en fin, ante la incertidumbre de lo
real?
En el ámbito de las
obras de ficción se hace por cierto harto evidente tal motivación: "Porque escribí, porque
escribí estoy vivo..." dijo Enrique Lihn en un poema ya justamente famoso (por lo que apunta
hacia un "saber de salvación"). Pero esto abre el espacio de esta reflexión hacia otro plano
que no quiero dejar de considerar, atrayendo como apoyatura otros versos del citado poema de
Lihn:
(días de mi
escritura, solar del extranjero).
Todos los que sirvieron y los que fueron
srvidos (sic)
digo que
pasarán porque escribí
y
hacerlo significa trabajar con la muerte...
............
porque de la palabra que se ajusta al
abismo
surge un poco de
oscura inteligencia........
Pero en aquel solar del extranjero referido
por Lihn no todas las palabras de la obra que constituyen su evidencia y expresan su
voluntad de diálogo con el otro que es su destino, se ajustan, efectivamente al abismo. Si
el intento es siempre ponderable, el resultado a menudo no lo es. Por eso, un riguroso
maestro de nuestra literatura en Chile dio en la costumbre de editar a veces sus libros
"corregidos y disminuidos" y dijo que "escribía por si acaso". En ese por si acaso
la flecha da en el blanco de una respuesta iluminadora para el lector o su escucha, reside
algo sustancial de la cuestión que nos preocupa. Fue materia de reflexión para Fernando
Pessoa, T. S. Eliot y Jorge Luis Borges. El primero formulaba en 1915 su rechazo a las cosas
"hechas para asombrar" y por las que no pasaba, aunque fuera como un viento, "una noción de
la gravedad y del misterio de la vida". T. S. Eliot, por su parte, cuestionó en 1932 los
excesos que advertía en la desproporcionada masa de obras críticas y Borges, en 1974,
observó con melancolía que "la imprenta hizo mucho mal porque permitió multiplicar el número
de libros inútiles". Advertencias justas y necesarias sobre los aspectos que cuestionan,
pero que no invalidan lo que he querido insinuar aquí: que las motivaciones para
escribir un libro surgen casi siempre de razones profundas que mucho nos
comprometen.
Lastra
Octubre 2013